Un acercamiento a la Biblia
Hoy día vamos a conversar sobre la Biblia: ¿Cuántos libros
tiene la Biblia?
¿Qué diferencias hay entre las Biblias católicas y las Biblias protestantes? La Biblia no es un solo libro,
como algunos creen, sino una biblioteca completa. Toda la Biblia está compuesta por
73 libros, algunos de los cuales son bastante extensos, como el del profeta
Isaías, y otros son más breves, como el del profeta Abdías.
Estos 73 libros están repartidos de tal forma, que al Antiguo Testamento (AT)
le corresponden 46, y al Nuevo Testamento (NT) 27 libros.
De vez en cuando suele caer en nuestra mano alguna Biblia protestante, y nos
llevamos la sorpresa de que le faltan siete libros, por lo cual tan sólo tiene
66 libros.
Este vacío se encuentra en el Antiguo Testamento y se debe a la ausencia de los
siguientes libros: Tobías, Judit, 1 Macabeos,
2 Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico y el de Baruc.
Jesús
ha resucitado!
Ustedes que abren la Biblia, busquen a Jesús. La Biblia no es un libro
solamente para rezar, o para instrucción nuestra. La Biblia es Palabra de Dios
para comunicarnos la vida.
En el centro de la Biblia está la Cruz de Jesús y su Resurrección.
Ustedes que siguen un camino difícil y no divisan la luz al fin del túnel,
aprendan de la Biblia que están caminando hacia la Resurrección. Y entiendan
quién es, para ustedes, Jesús resucitado.
La Biblia...
La Biblia no ha caído del cielo. Aquí están libros que no se proclamaron
desde las nubes, con algún parlante celestial, sino que se reunieron
pacientemente a lo largo de siglos en el seno del Pueblo de Dios, gracias a la
fe de sus minorías más conscientes.
Durante unos 18 siglos, desde Abraham hasta Jesús, el pueblo de Israel
descubrió, cada vez con mayor lucidez, que el Dios Unico se había ligado a él.
Las experiencias de la comunidad nacional, los llamados de esos hombres,
denominados profetas, que hablaban de parte de Dios, las inquietudes que se
desarrollaban entre los creyentes: todo esto pasó de una u otra manera a esos
libros. Y fueron los responsables religiosos de Israel los que recibieron,
escogieron y acreditaron estos libros, integrándolos al Libro Sagrado.
Así se formó el Antiguo Testamento de la
Biblia. Testamento se refiere a
que estos libros eran como la herencia más preciosa entregada por Dios a su
pueblo escogido.
Después de tantas experiencias, llegó para el pueblo de Israel un tiempo
de crisis en que Dios quiso llevarlo de una vez a la madurez de la fe. Para eso
vino Jesús. Con él se llevó a cabo la experiencia más trascendental de toda la
historia. Jesús, sus esfuerzos para salvar al pueblo judío de una destrucción
inminente, su rechazo, su muerte y, luego, su Resurrección: ésta fue la última
palabra de Dios.
La trayectoria de Jesús originó la predicación de la Iglesia y los
libros que en ella se escribieron. Aquellos libros que fueron aprobados por los
responsables de la Iglesia pasaron a integrar el Nuevo
Testamento.
... y la Tradición
Los libros de la Biblia no entregan su mensaje sino al que viene a
compartir la experiencia de la comunidad en que se originaron estos libros. Hay
una manera de entender la Biblia que es propia del pueblo de Dios: es lo que
llamamos la Tradición del pueblo de Dios. Jesús recibió de su propia familia y
de su pueblo esta tradición. Luego, enseñó a sus apóstoles una nueva manera de
comprender esta historia sagrada: por eso se habla de la Tradición de los
apóstoles o de Tradición de la Iglesia.
Para entender bien la Biblia, no podemos fiarnos de cualquier predicador
que la tira por su lado. Debemos recibirla tal como la entiende la Iglesia
católica, que fundaron los apóstoles y que siempre se fijó en sus normas.
POR DONDE EMPEZAR LA LECTURA DE LA
BIBLIA?
Lo más sencillo es empezar con el Evangelio, en que nos encontramos
directamente con Cristo, que es la Luz, la Verdad y «La» Palabra de Dios.
Por supuesto, las páginas del Antiguo Testamento contienen enseñanzas
muy importantes. Sin embargo, el que las lee después de haber oído a Cristo las
comprende mejor y les encuentra otro sabor.
Algunos suelen abrir la Biblia a la suerte y consideran que el párrafo
encontrado primero les dará precisamente la palabra que necesitan en ese
momento. Bien es cierto que Dios puede contestar así a sus inquietudes, pero
nunca se comprometió a comunicarse con nosotros de esta manera.
En todo caso conviene haber leído, una vez por lo menos, en forma
seguida, cada uno de los libros del Nuevo Testamento. Lo bueno es empezar con
el Evangelio: léase al respecto la «Introducción a los Cuatro Evangelios», al
comienzo del Nuevo Testamento.
El
Nuevo Testamento comprende
LOS CUATRO EVANGELIOS. La palabra Evangelio significa Buena Nueva. Estos
son los libros en que los apóstoles de Jesús escribieron lo que habían visto y
aprendido de él.
Luego viene el libro de los HECHOS DE LOS APOSTOLES, escrito por Lucas,
el mismo que escribió el tercer Evangelio.
Luego vienen más de veinte CARTAS que los apóstoles dirigieron a las
primeras comunidades cristianas.
El Antiguo Testamento comprende
LOS LIBROS HISTORICOS. Aquí vemos la actuación de Dios para libertar a
un pueblo que quiere hacer que sea su pueblo. Lo vemos educar a ese pueblo y
dar un sentido a su historia nacional. En estos libros se destacan:
El Génesis. El Exodo. El Deuteronomio.
Los libros de Samuel.
LOS LIBROS PROFETICOS. Dios interviene en la historia por medio de sus
profetas, encargados de transmitir su palabra.
LOS LIBROS DE LA SABIDURIA destacan la importancia de la educación y del
esfuerzo del individuo para llegar a ser un hombre responsable y un creyente.
PARA
MANEJAR EL PRESENTE LIBRO
Cada libro de la Biblia se divide en capítulos. Cada capítulo
se divide en versículos. Habitualmente
se cita el libro en forma abreviada. Por ejemplo,Mt significa
Evangelio según Mateo. Estas abreviaturas están indicadas en el índice.
Los capítulos son indicados con cifras muy grandes al comienzo de un
párrafo. Los versículos son indicados con números pequeños en el margen.
Para indicar un lugar de la Biblia se da primero el capítulo, y,
después, el versículo. Por ejemplo, Jn 20,13 significa Evangelio de Juan,
capítulo 20, versículo 13. Lc 2,6-10 significa: Evangelio de Lucas,
capítulo 2, del versículo 6 al 10.
El texto de la Biblia está todo en
la parte superior de la página. Debajo pusimos el comentario con una letra
diferente.
Usamos letra cursiva:
— En el Nuevo Testamento, para las frases que son citaciones sacadas del
Antiguo Testamento. Por ejemplo, en Mt 26,31, el
evangelista aduce una frase del profeta Zacarías 13,7.
— En el Antiguo Testamento, por varias razones que se indican cada vez
en la Introducción del libro.
La Biblia
Para quien recorre las páginas del libro, el Antiguo Testamento se
presenta como una sucesión de relatos que o bien se repiten o bien se continúan
con mayor o menor coherencia, y que a menudo nos sorprenden y a veces nos
escandalizan. En medio de esos relatos, algunos de los cuales parece que están
más cerca de la fábula que de la realidad, se deslizan discursos, reglas de
moral, de liturgia o de vida social, reproches severos, palabras de esperanza o
gritos de ternura. Bajo ese aspecto el Antiguo Testamento constituye uno de los
más bellos textos de la literatura universal.
Pero en este libro o más bien en «estos libros», Dios está siempre
presente y se lo nombra en cada página; el Antiguo Testamento en efecto nos
dice de qué manera Dios prepara a los hombres y muy especialmente al pueblo de
Israel para que reconozca y acoja en Jesús al que lleva a cabo su misteriosa y
maravillosa alianza con los hombres. La Biblia es inseparablemente palabra de
Dios y palabra de hombre. Es por tanto imposible comenzar a leer estos libros
dejando de lado una de estas dos dimensiones. Si olvidamos que son palabra de
Dios, se corre el riesgo de reducirlos a simples documentos históricos. Si a la
inversa olvidamos que Dios se comunicó al hombre (y se comunica aún hoy día) en
el corazón mismo de su historia, transformamos esa palabra de Dios en una
colección de leyes religiosas o de máximas edificantes.
La Biblia no es un libro que nos habla de Dios, sino que es el libro en
el que Dios nos habla de él por medio de los testigos que él mismo se eligió en
medio de su pueblo de Israel. Los primeros cristianos no estaban equivocados al
respecto: «En diversas ocasiones y bajo diferentes formas, Dios habló a
nuestros padres por medio de los profetas, pero en estos días que son los
últimos, nos habló a nosotros por medio del Hijo» (Heb 1,1). A
través de los diferentes libros del Antiguo Testamento vemos pues con qué
paciencia Dios se revela a su pueblo y lo prepara para el encuentro con Jesús,
el Hijo de Dios hecho hombre, «Aquel en quien reside la plenitud de la Divinidad»
(Col 2,9).
Antes
de la Biblia
Durante muchos siglos la Biblia fue «el» libro del pueblo judío primero,
y de la Iglesia después. La fe no era sólo una cuestión personal. No se trataba
únicamente de conocer las leyes de Dios que nos conducen a la felicidad y a la
recompensa eterna, sino que toda la Biblia giraba en torno a una alianza de
Dios con la humanidad. Había habido un punto de partida, etapas, y habría al
final una recapitulación de nuestra raza en Cristo y la integración del mundo
creado en el misterio de Dios. La Biblia era pues una historia y quería ser la
historia de la humanidad. Era no sólo el libro de las palabras de Dios sino
además una de las bases de nuestra cultura.
Pero es innegable que toda la historia bíblica fue escrita en el
transcurso de unos pocos siglos en un pequeño rincón del mundo. Aunque este
lugar fuera, como lo afirmaremos más adelante, un sector muy privilegiado, los
autores bíblicos no podían ver desde su ventana más que un pequeño trocito del
espacio y del tiempo. Cuando buscaban más allá de su historia particular, no
alcanzaban más datos de los que transmitían las antiguas tradiciones.
Para ellos no cabía duda alguna que Dios lo había creado todo «al
principio», es decir, si nos atenemos a algunos datos brutos del Génesis, hacía
más o menos 6.000 años. Posteriormente tampoco se dudó de que el mundo habitado
no se extendía más allá de Europa y del Oriente Medio, y que toda la humanidad
había recibido el anuncio del Evangelio, aunque regiones enteras, como los
países «moros» hubiesen abandonado la fe. En el siglo XIII, Santo Tomás de
Aquino sostenía que si por casualidad había todavía alguien que siguiera
ignorando el mensaje cristiano, como sería por ejemplo alguien que hubiera
pasado toda su vida en el fondo de un bosque, Dios no dejaría de mandarle a un
ángel para darle a conocer su palabra.
Fue sólo en el siglo XVIII cuando la ciencia comenzó a hacer tambalear
esas certezas. En primer lugar, la noción de tiempo. Un primer paso fue el
descubrimiento de la enormidad de tiempo que fue necesaria para que se formara
la tierra, y de innumerables especies de animales y vegetales que desaparecieron
de la tierra después de haberla habitado. Así se pasó rápidamente de los 6.000
años tradicionales a millones y a miles de millones de años. Una segunda etapa
afectó mucho más profundamente la visión del mundo, y fue la intuición primero,
y pruebas cada vez más numerosas después, de una verdadera historia de los
seres vivientes. En un primer tiempo se esforzaron por clasificar a las
especies vivientes o extinguidas según sus semejanzas o diferencias; no fueron
necesarios muchos años para que el cuadro se transformara en un árbol
genealógico: las diversas especies procedían las unas de las otras. Se fueron
diseñando troncos comunes, ramificaciones, y las formas o articulaciones eran
más o menos parecidas según si el parentesco era más o menos lejano.
Esa nueva imagen de una creación en perpetuo crecimiento cuadraba con
las intuiciones de algunos Padres de la Iglesia; fue vista sin embargo por todo
el mundo cristiano como una peligrosa amenaza para la fe. Una de las razones
para rechazarla fue la filosofía —o por decir mejor la «fe»— racionalista o
antirreligiosa de numerosos científicos de los dos últimos siglos. Les bastaba
con haber aclarado algunos mecanismos de las pequeñas evoluciones para afirmar
que todas las invenciones y maravillas de la naturaleza se podían explicar del
mismo modo, y aún más, para afirmar que todos los mecanismos eran productos del
azar a partir de la nada.
Por otro lado, los cristianos estaban acostumbrados a pensar en términos
de verdades inmutables, lo que ciertamente era válido para los dogmas de la fe,
y les parecía que Dios de igual modo debía haber sometido el mundo celeste y
terrestre a leyes inmutables: los astros debían contentarse con girar en
círculo (como gran cosa se aceptaba una órbita elíptica) y los seres vivos tenían
que reproducirse siempre iguales. Hubo que esperar el segundo cuarto del siglo
XX para que se superara por fin la oposición entre una ciencia antirreligiosa
en sus pretensiones, y una fe que quería ignorar los hechos.
¿A dónde queremos llegar con esto? Simplemente a que la visión de un
mundo en evolución encaja perfectamente con la concepción cristiana del tiempo
y de las «edades» de la historia. Si estudiamos las cartas de Pablo, veremos
que para él toda la historia de la humanidad es una pedagogía de Dios de la
cual emerge el verdadero Adán. Contrariamente a la imagen tan difundida de un
Adán Tarzán, que, al comienzo de los tiempos era tan bello y fuerte como se lo
ve en los frescos de Miguel Angel, pero que después habría caído de su
pedestal, San Ireneo después de Pablo, veía a toda la humanidad dirigida por la
pedagogía de Dios hacia una completa realización de la raza o de la comunidad
humana.
Si uno entra en esta perspectiva no le es difícil pensar que toda la
creación haya sido hecha en el tiempo. El «big bang», si realmente lo hubo,
expresa magníficamente el punto de partida del tiempo creado, un tiempo que
parte de la eternidad y vuelve a la eternidad. Veinte mil millones de años para
la expansión de millones de galaxias, cada una con sus miles o millones de
soles. Y en alguna parte, planetas. ¿Cuántos? Es un misterio. ¿Cuántos de ellos
habitados? Es más misterioso aún. Pero también allí la fe tiene sus
intuiciones. Toda la Biblia recalca la libertad, la gratuidad de los gestos de
Dios. Un Dios que ama a todos los hombres y que los conduce a todos hacia él,
lo conozcan o no, pero que además sabe elegir a quienquiera para darle lo que
no les dará a otros. Y el hecho de que Dios haya creado millones de galaxias no
le impedirá, si quiere, de escoger sólo a una de ellas; allí pondrá, en un
rincón del universo, a esa raza de «homo habilis» (hombre emprendedor) a la que
la Palabra de Dios ha elegido como su punto de aterrizaje en la creación.
No llegó pues el hombre por pura casualidad. No es un mono que, por el
efecto de algunas transmutaciones cromosómicas fortuitas, se haya despertado un
día con la capacidad de comprender; habría bastante que decir de esos juegos
del azar gracias a los cuales, según algunos dicen, una raza de monos produjo
sin mayor esfuerzo algunos grandes músicos y un buen número de niñas guapas.
Miles de generaciones fueron necesarias para que apareciera nuestra
humanidad. Fueron innumerables los eslabones, los humildes antepasados a los
que tal vez Dios ya conocía y amaba como nos ama a nosotros; pero ante ellos
estaba el modelo y el fin, y ése era Cristo.
Quisiéramos aquí recordar en pocas líneas las grandes etapas que
precedieron a la formación del pueblo de la Biblia.
Los primeros pasos del hombre
¿Cuándo y cómo apareció el hombre? Se podrá discutir sobre los términos:
¿de qué hombre hablamos? ¿Del que partía piedras, o del que inventó el fuego, o
del que enterraba a sus muertos? Hablamos del hombre verdadero, de aquel cuyo
espíritu es a imagen de Dios, y al que Dios conoce y que puede conocer a Dios.
Nadie puede responder a esta cuestión de manera precisa. Durante largos
siglos el hombre casi no cambió la faz de la tierra. Su género de vida y las
creaciones de su espíritu apenas lo distinguían de los primates antropomorfos
de los cuales salió. Familias y grupos humanos habitaban en cavernas y cazaban
en medio de los bosques.
Lentamente el hombre inventaba su lenguaje, hacía armas y herramientas.
No se interesaba solamente por lo útil y lo visible. Era un artista. En las
cavernas y grutas, debajo de la tierra donde celebraba sus ritos mágicos,
pintaba en la pared, lejos de la luz del día, los animales que deseaba cazar.
Hoy todavía nos admiramos de su genio artístico.
El hombre era un ser
religioso. Enterraba a sus difuntos con ritos destinados a asegurarles una
vida feliz en otro mundo. Siendo creado a la imagen de Dios, su inteligencia
pensaba instintivamente que continuaría viviendo después de la muerte. Por
primitivo que fuera, este hombre tenía una conciencia, podía amar, y descubría
algo de Dios, de acuerdo con su capacidad. Pero sus comienzos habían sido
marcados profundamente por la violencia y los instintos egoístas comunes a
todos los seres vivientes: el pecado estaba en él.
Las primeras civilizaciones
Hace unos 10.000 años, un cambio se preparó en la humanidad. Los hombres
se agruparon en mayor número en las llanuras fértiles. En algunos siglos
descubrieron la manera de cultivar la tierra, de criar el ganado, de modelar y
cocer la arcilla. Se levantaron aldeas, que se unieron para defenderse y aprovechar
mejor los recursos de la tierra. La primera civilización había nacido.
Después todo se hizo muy rápido. Sobre la tierra aparecieron cinco
centros de civilización.
Tres mil quinientos años antes de Cristo, en el sector geográfico
llamado Medio Oriente, y donde nacería el pueblo de la Biblia, se formaban dos
imperios. Uno era Egipto, el otro Caldea, país de donde saldría Abraham siglos
más tarde. Caldea hizo un sistema perfeccionado de riego, construyó con
tabiques cocidos, inventó un sistema de escritura, tuvo leyes y administración
centralizada. Egipto también tenía esos adelantos: construía templos grandiosos
para sus dioses y levantaba las Pirámides para tumba de su faraones.
También en China y en India, como veinte siglos antes de Cristo, y en
Centro-América, diez siglos antes de él, nacieron otras civilizaciones. Las de
Centro-América, China e India se desarrollaron por separado, ya que en este
tiempo era muy difícil recorrer los continentes.
En cambio, en el Medio Oriente, Caldea y Egipto mantenían contactos, a
veces agresivos, pero que tarde o temprano los obligarían a ver los límites de
su cultura. El camino que iba de uno al otro país pasaba por un pequeño
territorio que más tarde se llamaría la Palestina.
La Biblia y las religiones de la Tierra
Estos breves recuerdos bastarán para mostrar que la historia y las
tradiciones bíblicas cubren sólo un pequeñísimo sector de la historia humana,
el que sin embargo es uno de los más importantes como punto de convergencia de
tres continentes. No existe tal vez sobre el planeta otro punto que haya
experimentado tantas conmociones geológicas y humanas. Pero la mayor parte de
la humanidad ha pasado al lado de esa historia y ha tenido su propia
experiencia de la vida y de Dios. Esto no hay que olvidarlo.
El pueblo de la Biblia llegó tarde al escenario de los pueblos, y por
mucho tiempo estuvo sin preocuparse por los que no habían recibido la Palabra
de Dios de la cual era portador. Y por esto mismo, Dios tampoco le dijo nada al
respecto, porque cuando Dios nos habla, lo hace en el lenguaje humano, y en
nuestra propia cultura, respetando de algún modo nuestras limitaciones y
nuestras ignorancias. Pero Dios no lo había necesitado para entregar a los
hombres su palabra y su espíritu. En algunos períodos el pueblo de Dios pensó
que todo lo que venía del extranjero era malo, que se debía rechazar cualquier
sabiduría que hubiera nacido fuera de los territorios judíos o cristianos. Pero
ha habido también tiempos de curiosidad en los que la fe se enriqueció en
contacto con otras culturas, sus profetas y sus pensadores.
No debemos pues pedirle a la Biblia demasiadas respuestas sobre la
manera como Dios ha hablado en otras culturas, sobre cómo el Espíritu ha estado
actuando en medio de ellas, sobre cómo las energías que irradian de Cristo
resucitado alcanzan hoy en día a todas esas personas, y cómo se salvan por el
único Salvador. La Biblia sólo nos dice que cuando Dios llamó a Abrahán, se dio
comienzo a una gran aventura, única en su género, y que llevaba directamente al
Hijo de Dios —a su Verbo, o Sabiduría, o Palabra—, hecho hombre.
Después
de la Biblia...
Setenta generaciones de cristianos se han sucedido desde el tiempo de
los apóstoles. Hablar de la Iglesia es hablar de estos hermanos nuestros; es
fácil criticarlos o pensar que debían haber sido mejores; es más difícil
conocer el mundo en que vivieron, muy diferente del nuestro, y comprender lo
que trataron de realizar, llevados por su fe.
Hombres libres, vírgenes y mártires
Los cristianos de los primeros siglos gozaron al sentirse liberados:
liberados de las supersticiones paganas como de su propio temor y egoísmo. Pero
pagaron cara esta libertad. En su tiempo no había ley superior a la voluntad
del emperador o a las costumbres de su pueblo, pero ellos ponían a Cristo por
encima de las autoridades humanas y, por ser opositores de conciencia, los
trataron como a malhechores. El amor cristiano y la virginidad insultaban los
vicios del mundo pagano.
De ahí que los cristianos fueran perseguidos. Durante tres siglos hubo
represión y mártires, a veces en una provincia del imperio, a veces en otra. En
algunos períodos todas las fuerzas del poder se desencadenaron contra ellos y
pensaron acabar con el nombre de Cristo. Pero las multitudes, que para
divertirse iban a contemplar los suplicios infligidos a los cristianos, volvían
avergonzadas de su propia maldad y convencidas de que la verdadera humanidad
estaba en los perseguidos.
La conversión de Constantino
Mientras tanto el mundo romano entraba en decadencia. Antes de que fuera
vencido por sus enemigos, se debilitaron las fuerzas espirituales que lo habían
encumbrado: ya no tenían vida las creencias antiguas. En el año 315, el propio
emperador Constantino pidió ser bautizado y, después de él, los gobernantes
fueron cristianos. Este fue un acontecimiento decisivo para la Iglesia, que
pasaba a ser protegida en vez de perseguida.
Pero este triunfo trajo consigo desventajas que se iban a medir con el
tiempo. En adelante la Iglesia debió ser la fuerza espiritual que necesitaban
esos pueblos del Imperio romano, reemplazando a las falsas religiones, y sus
puertas se abrieron para recibir a las muchedumbres en busca del bautismo. La
Iglesia ya no se limitaba a creyentes bautizados después de ser convertidos y
probados; tuvo que hacerse la educadora de un «pueblo cristiano» que no difería
mucho del anterior «pueblo pagano». Lo que se ganaba en cantidad se perdía en
calidad. Los emperadores «cristianos» tampoco diferían de sus predecesores. Así
como éstos habían sido la suma autoridad en la religión pagana, también
quisieron dirigir la Iglesia, nombrar y controlar a sus obispos: protegían la
fe y sometían las conciencias.
Por otra parte, al salir de la clandestinidad o de una situación
postergada, los cristianos tuvieron que meterse más en los problemas del mundo.
¿Cómo podían conciliar la cultura de su tiempo con la fe? Ese fue el tiempo en
que los obispos, a los que llaman «los Santos Padres», hicieron una amplia
exposición de la fe respondiendo a las preguntas de sus contemporáneos. Entre
los de más genio se destacó San Agustín.
Hay gente que prefiere no ver los puntos difíciles de la fe. Pero los
que se atreven a profundizarlos como se debe, no siempre se cuidan de los
errores. El error que más se difundió y por poco arrastró a la Iglesia, fue el
«arrianismo»: por miedo a dividir el Dios único, los arrianos negaban que
Cristo fuera el Hijo igual al Padre; lo consideraban solamente como el primero
entre los seres de toda la creación. Los emperadores arrianos designaban
obispos arrianos; pero como lo había prometido Jesús, el Espíritu Santo mantuvo
la fe del pueblo cristiano y el error retrocedió.
En esos tiempos los cristianos deseosos de perfección, al ver que la
Iglesia no era ya la comunidad fervorosa del tiempo de los mártires, empezaron
a organizarse en comunidades austeras y exigentes. Les pareció necesario
aislarse de la vida cómoda para buscar a Dios con toda el alma, y así, en los
desiertos de Egipto primero, y luego por todo el mundo cristiano, hubo monjes y
ermitaños. Los monjes mantuvieron en la Iglesia el ideal de una vida perfecta,
totalmente entregada a Cristo. Su existencia tan mortificada les permitió
conocer hasta los últimos rincones del corazón humano. Y Dios, por su parte,
les hizo experimentar la transformación o divinización reservada a quienes lo
dejaron todo por él.
El fermento en la masa
Cuando se derrumbó el Imperio romano, invadido por los bárbaros,
devastado, arruinado, despedazado, pareció que fuera el fin del mundo.
(Hablamos siempre del Imperio romano, no porque fuera el único lugar poblado en
el mundo sino porque, de hecho, los predicadores cristianos no habían salido, o
muy poco, de sus fronteras).
Pero, en realidad, esta destrucción anunciada por Juan en el Apocalipsis
dio la partida para otros tiempos; la Iglesia no pereció en ese torbellino,
sino que descubrió una nueva tarea: evangelizar y educar a los pueblos que,
después de las invasiones bárbaras, habían vuelto a una sociedad más pobre, muy
inculta y totalmente desorganizada.
Estos pueblos no conocían otra fuerza moral u otra institución firme que
la de la Iglesia. Muchas veces el obispo había sido el único que se
constituyera en «Defensor del pueblo» frente a los invasores. No había otros
que los clérigos para educar al pueblo; en los monasterios se guardaban, al
lado de las Escrituras Sagradas, los libros de la cultura antigua. La Iglesia
fue el alma de esos pueblos primitivos, crueles, generosos y excesivos en todo.
Y mientras luchaba perseverantemente para limitar guerras y venganzas, proteger
a la mujer y al niño, desarrollar el sentido del trabajo constructivo, ella
misma se dejó penetrar por las supersticiones y la corrupción. Por momentos
pareció que hasta las más altas autoridades, los Papas, se hundieran en los
vicios del mundo, pero lo sembrado entre lágrimas floreció con el tiempo.
Lo mismo que en la Historia Sagrada Dios había educado al pueblo
primitivo de Israel, dejando que muchos errores solamente se corrigieran con el
tiempo, así pasó con la llamada Cristiandad, o sea, con esos
pueblos de Europa que aprendían a ser humanos, libres y responsables. Nació una
civilización nueva cuya cultura, arte y, más que todo, ideales, eran fruto de
la fe.
Católicos y Ortodoxos: El Cisma
La parte oriental del Imperio romano había resistido a las invasiones
bárbaras. Esta parte de la Iglesia, llamada Griega u Ortodoxa, y que luego
evangelizaría a Rusia, se apartó poco a poco de la parte occidental ocupada por
los bárbaros y animada por la Iglesia de Roma. Hubo dos Iglesias diferentes por
la cultura, el idioma y las prácticas religiosas, a pesar de que guardaban la
misma fe, y esto no era malo. Pero ambas cometieron el pecado de fijarse más en
sus propias costumbres que en la fe común, y así, la Iglesia oriental se apartó
del Papa, sucesor de Pedro en Roma.
Posteriormente los turcos, que se adherían a la religión de Mahoma,
conquistaron los restos del Imperio romano en Oriente y solamente quedaron
escasas comunidades cristianas allí donde habían prosperado las antiguas
Iglesias de Siria, Palestina, Egipto... En los tiempos actuales, Grecia,
Rumania y, más que todo, Rusia, forman lo más importante del mundo ortodoxo.
La Iglesia y la Biblia
En el año 1460, los descubrimientos de Gutenberg permitieron imprimir
libros. En tiempos anteriores no había sino libros escritos a mano, caros y
escasos. No estaba al alcance del hombre común tener una Biblia, ni siquiera un
Evangelio. La Biblia se leía en la Iglesia y servía de base para la
predicación. Y para que estuviera más presente en la memoria de los fieles, no
se construían templos sin adornarlos por todas partes con pinturas, esculturas
o vitrales que reproducían escenas bíblicas.
Pero en adelante cada uno podría tener las Escrituras Sagradas, con tal
que supiera leer. Este descubrimiento técnico iba a precipitar una crisis
latente en la Iglesia. Porque durante siglos las instituciones de la Iglesia,
su clero, sus religiosos, habían forjado la cultura y la unidad del mundo
cristiano; siendo sus guías en lo político como en lo espiritual, las preocupaciones
materiales superaban muy a menudo la dedicación por el Evangelio. Muchos
hombres destacados, religiosos, santos, habían protestado pidiendo reformas.
Pero las reformas no salían adelante. Con la impresión de la Biblia, muchos
pensaron que la única solución para reformar la Iglesia era entregar a todos el
Libro Sagrado para que, al leerlo, bebieran el mensaje en su misma fuente y
corrigieran los desvíos y malas costumbres establecidas.
Cuando Martín Lutero tomó la iniciativa de una Iglesia reformada,
apartándose de la Iglesia oficial, acometió la obra de traducir toda la Biblia
al idioma de su pueblo, el alemán, pues hasta entonces se publicaba casi
siempre en latín.
Es que, en la Iglesia, la mayoría de los clérigos, desconociendo el
provecho que se sacaría de la lectura individual de la Palabra de Dios, se
fijaban más bien en los peligros de que cada uno se creyera capacitado para
comprenderlo todo sin error, si se entregaba el Libro Sagrado a todos. No se
equivocaban totalmente, pues apenas Lutero hubo traducido la Biblia, sus
seguidores empezaron a pelear entre ellos y a fundar Iglesias opuestas, segura
cada una de retener sola la verdad.
Cuando, años después, la Iglesia se reformó a sí misma, no por eso se
promovió suficientemente el interés por la Biblia. Predicadores y misioneros no
dejaban de enseñar el Evangelio, pero todo llegaba al pueblo desde arriba, sin
que fuera estimulado a buscar personalmente la verdad.
Conquistadores y misioneros
Desde los Apóstoles, los creyentes se han preocupado por transmitir su
fe a los demás. También hubo misioneros que se aventuraron entre los pueblos
enemigos o de otro idioma, para predicar el Evangelio. Pero cuando toda Europa
se encontró más o menos reunida en la cristiandad, o sea en el área cultural y social
animada por la Iglesia, creyeron que se había cumplido la tarea misionera. ¿Qué
había fuera de los países cristianos? Ellos hubieran contestado: «Los moros,
nada más.» Los moros, es decir, los pueblos árabes de religión musulmana,
enemigos encarnizados de los países cristianos. Y no pensaban que hubiera
pueblos más allá.
Algunos profetas como Francisco de Asís o Ramón Lull comprendieron que
sería mejor anunciar a Cristo entre los musulmanes que luchar contra ellos con
armas. También misioneros como Juan de Montecorvino recorrieron toda Asia a
pie, hasta China. Pero fueron excepciones. Ya en estos tiempos, que nos parecen
lejanos, las Iglesias de Europa tenían siglos de tradición; tenían su cultura,
su manera propia de reflexionar la fe y de vivir el Evangelio. Y para los
hombres de ese tiempo era muy costoso comprender a pueblos de otra cultura y
transmitirles el Evangelio de manera que pudieran organizarse en Iglesia según
su temperamento propio y conforme a su idiosincracia. Por esto las Iglesias fundadas
en los extremos del mundo no prosperaron y la Iglesia se confundió con la
cristiandad europea.
Pero cuando Marco Polo, Vasco de Gama y Cristóbal Colón abrieron el muro
de ignorancia que protegía a la cristiandad, la Iglesia conoció la dimensión
real del mundo que no había recibido todavía el Evangelio: Africa, Asia y
América.
Eran aventureros los conquistadores, pues la gente tranquila no suele
arriesgarse en tales cosas. Pero apenas descubrieron el Nuevo Mundo, los
acompañaron los aventureros de la fe, ansiosos por conquistar para Cristo a los
que todavía no lo conocían, y entre los que partieron así sin armas, sin otra
preparación que su fe, no faltaron los santos ni los mártires.
La misión en América pareció que sería muy fácil y fecunda. Los españoles
habían destruido las naciones indígenas y, a veces, arrasado su cultura. Los
indios no se resistieron a la fe, y en varios lugares se concedieron
privilegios a los que se hacían cristianos. Poca gente se dio cuenta de que la
cristianización era muy superficial. Bajo la película delgada de las prácticas
católicas los pueblos indios guardaban sus creencias paganas. Seguían muy
religiosos, como lo eran antes, pero a su manera, y, si bien es cierto que la
Iglesia suprimió costumbres inhumanas e hizo obra de educación moral, los
hombres, en su mayoría, no se encontraron con Cristo ni se convirtieron a su
mensaje en forma responsable.
La rebeldía de los laicos
Al hablar de la cristiandad dijimos que la Iglesia se había hecho
responsable de muchos sectores de la vida pública, y esto, por necesidad,
porque no había autoridad civil o militar que se encargara de ellos. El clero
fundaba y atendía las escuelas y universidades, los religiosos se hacían cargo
de la salud pública: hospitales, hospicios, orfanatos. Los monjes colonizaban y
valorizaban las tierras sin cultivar.
Pero llegó el día en que los más conscientes entre los dirigentes e
intelectuales comprendieron que todas estas tareas debían ser devueltas a las
autoridades civiles. En esto estaban de acuerdo con el Evangelio, que
distinguió lo que es del César y lo que es de Dios. Pero también en esto se
enfrentaron con las ideas tradicionales. Raras veces nos convencemos de que
debemos transmitir a otro una responsabilidad nuestra. Así pasó con las
autoridades de la Iglesia. De tal manera que los cambios necesarios para que la
cristiandad decadente diera lugar a naciones modernas, a instituciones laicas,
a ciencias independientes, se hicieron en forma de lucha. Todos saben el
proceso ridículo hecho al físico Galileo y los conflictos políticos que hubo
entre los papas y los reyes.
La Iglesia y el mundo moderno
En los últimos cuatro siglos, el mundo ha conocido más crisis, más
adelantos, más cambios que en todos los tiempos anteriores. La fe cristiana
había dado al hombre europeo una energía, una seguridad, una conciencia de su
misión en el universo, que le permitieron construir la ciencia, desarrollar las
técnicas, dominar los otros continentes. Por supuesto que las conquistas y la
colonización obedecían a motivos muy extraños a la fe, pero, aun con esto,
llevaban a efecto el plan de Dios que, desde el comienzo, contempló la
reunificación de todos los pueblos.
La Iglesia participó de esta extensión. En el siglo XIX hubo hasta
100.000 misioneros, sacerdotes y religiosas, empeñados en la evangelización y
educación en Asia, Africa y Amé rica.
Lo más importante, sin embargo, sucedía en Europa. La Iglesia se veía
enfrentada a esta cultura moderna que había salido de ella, pero que, ahora
independizada, se volvía su enemiga. Los espíritus ilustrados pensaban
comúnmente que eran capaces de dar a la humanidad progreso, felicidad y paz, y
no veían en la Iglesia sino ignorancia y prejuicios; en una palabra: el mayor
obstáculo para la liberación de los hombres. Muchos se atrevieron a predecir la
muerte del cristianismo antes del siglo XX.
Esta situación compleja obligó a la Iglesia a salir de su seguridad y a
responder a interrogantes cada vez más cruciales. Bien era cierto que Cristo le
había entregado la verdad y reinaba después de resucitado. Pero la Iglesia
tenía que descubrir y probar cada día lo que significaba esta verdad para
hombres diferentes. Y no era para ella el momento de reinar, sino de servir en
medio de humillaciones.
El gran siglo de la evangelización
El siglo XX parece que ha simplificado la situación. Por una parte, al
cabo de tres siglos de luchas estériles, la Iglesia se ha dado cuenta de que,
al perder sus recursos, su poder político y su monopolio cultural, ha vuelto a
encontrar su verdadera misión, que es la de ser en el mundo una fuente de amor
y de unidad, la levadura en la masa.
La Iglesia no es más que una minoría en el mundo: unos 700 millones de
católicos entre cinco mil millones de pobladores de la tierra. Pero son, más
que nunca, una minoría inquieta y preocupada por todo lo humano, sabiendo que
la obra de Dios es salvar todo lo humano.
Por otra parte, la cultura laicista que pretendía solucionar todos los
apuros de la humanidad sin recurrir a la fe, ha visto sus límites y, luego, su
fracaso. Los mejores entre los que piensan, reconocen que la humanidad corre al
caos si los hombres no vuelven a tener una fe, una esperanza y una visión común
de su destino. De otra manera, las tensiones entre ricos y pobres, el choque de
las ideologías, el desconcierto de las sabidurías humanas, nos lleva
directamente a un enfrentamiento universal.
En muchas partes del mundo, la Iglesia, que antes iba de la mano con los
gobernantes, es perseguida. Esto sucede en los países comunistas, decididos a
eliminar toda religión; esto sucede en países dominados por otra religión, como
son los musulmanes y los hindúes; esto sucede en las mismas sociedades que se
proclaman cristianas, pero dan la espalda a la justicia y al respeto al hombre.
Ahora bien, la Iglesia entiende mejor lo que es dar testimonio de Cristo
y entregar su Buena Nueva a los pobres. Deja de ser una institución dirigida
por una clase superior, el clero, y vuelve a ser una comunidad de comunidades.
La Iglesia entiende que para todos los pueblos se acerca el desastre si no
saben reconciliarse; y la reconciliación en base a la verdad, la justicia y el
perdón, es el fruto de la Evangelización. Para quien no se detiene en la
mediocridad inevitable de la mayoría de los creyentes, ni en los errores en el
recorrido, ni en la lentitud de ciertos cambios, no cabe duda que este siglo es
el gran siglo de la evangelización de las naciones.
¿Habrá otro después?