Profetas y Santos
Quién invita a
poner de nuevo en el centro de la economía a la persona humana? ¿Quién denuncia
el dominio de las rentas? ¿Y la cultura del descarte? ¿Y los abusos contra las
trabajadoras? ¿Quién le dice al poder político y económico que no es posible
gobernar eliminando a los excedentes?.
Está escrito con palabras fuertes en
la Evangelii gaudium. «La
dignidad de toda persona humana y el bien común son cuestiones que deberían
estructurar toda la política económica, pero a veces parecen apéndices añadidos
desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni programas
de verdadero desarrollo integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto incómodas
para este sistema! Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de
solidaridad mundial, molesta que se hable de repartir los bienes, molesta que
se hable de defender los puestos de trabajo, molesta que se hable de la
dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige
un compromiso por la justicia. Otras veces sucede que estas palabras son
objeto de una manipulación oportunista que las envilece. La cómoda indiferencia
ante estas cuestiones vacía nuestra vida y nuestras palabras de todo
significado» (EG203).
A toda persona, y también al
cristiano y a todo creyente, le llega el momento denunciar el mal y el abuso,
indicando al mismo tiempo el bien y la curación que se estiman necesarios (GS
25.76). Llega el momento de oponer resistencia a
todo lo que viene del mal, aunque para hacerlo haga falta oponerse a alguna
autoridad (CDSI 400) . En el Primer Testamento los profetas realizaban esta
función de denuncia, que servía para llevar al centro de la vida social la
justicia y la misericordia de Dios, para dar «mayor profundidad y realismo a la
acción social» (CDSl25). También en este tiempo hace falta; mejor
dicho, hace más falta que nunca. Hay profetas, pero solo si sabemos
reconocerlos. Se llaman periodistas que luchan contra las mafias, sacerdotes de
calle que abren las puertas de las parroquias a los sin techo, académicos que
no dudan en decir la verdad aunque perjudique a su carrera, asociaciones que
trabajan con los inmigrantes o con los discapacitados, madres que se
organizan para hacer un barrio más habitable… Hoy también hay muchos profetas,
aunque a menudo no sean reconocidos por la opinión pública. Los hay,
afortunadamente, y son numerosos.
El profeta no es nunca una persona
cómoda, porque existe desde siempre un conflicto insuperable entre profecía y
poder. La profecía, efectivamente, denuncia, señala la llaga, expone el
problema, aun sin querer convertir a los poderosos. Estos existen
-como sabe bien el profeta- y tienen una patología intrínseca al poder mismo,
como un precio que ha de pagar quien quiere mandar. Pero la única herramienta
que tiene una sociedad para gestionar el poder y limitar sus abusos es hacer
que los profetas lo critiquen. Los profetas tienen la libertad de espíritu
suficiente para estar dispuestos a pagar sus denuncias con la margi- nación,
incluso sufriendo violencia o prisión, con tal de decir a los poderosos y a la
opinión pública: «Tenéis que respetar a todos, tenéis que decir la verdad,
tenéis que pagar justamente a los obreros, tenéis que ocuparos de los pobres,
no podéis matar la esperanza…».
No es que los poderosos sean de por
sí malvados, pero no se puede negar su capacidad de opresión, a cualquier
nivel: incluso en su despacho o en la familia, no solo en los parlamentos o en
las grandes finanzas. Quien tiene más oportunidades que otro, la mayoría de las
veces utiliza su posición dominante para gozar de determinados privilegios.
Siempre ha sido así en el mundo; y hoy también es así. Por eso es necesario que
alguien pronuncie un discurso profético respecto al poder; no basta con una
disquisición sociológica sobre las teorías del poder, sino que hay que criticar
el poder cuando abusa concretamente de su posición, cuando de hecho se
utiliza contra los pobres y los más débiles. Pocos lo hacen hoy, porque la
gente sabe que si denuncia los abusos se expone a tener problemas. Criticar a
los poderosos es peligroso; siempre lo ha sido.
Los poderosos de hoy, los faraones
del siglo xxi son en primer lugar los grandes potentados económico-financieros.
Si hoy un directivo se convirtiera y quisiera cambiar el estilo de gestión de
su empresa, pasando de una cultura del descarte a una visión más humanista y
humanitaria de la vida económica, inmediatamente los propietarios, a los que
rinde cuentas de su gestión, lo enviarían a casa, porque no manda él, sino que
está colocado en ese puesto de gestor por un poder mucho más fuerte que él,
pero abstracto: el de la propiedad financiera sin rostro. Como ya hemos dicho,
lo vemos en la rentable industria del juego de azar, o en la industria asesina
de las armas, en las que los grandes fondos financieros pasan con ligereza de
las máquinas tragaperras al petróleo, de las minas a la producción de armas o a
la droga, porque en realidad no les importa nada lo que se produce. Lo
importante es que ese dinero produzca más dinero, mucho dinero.
Los fondos, los capitales, los
bancos, las multinacionales de dimensiones globales están en manos de una casta
de personas que esencialmente solo sabe hacer una cosa: aumentar sus
beneficios. Son especuladores financieros que en sus agendas tienen el teléfono
móvil del político de turno para contactar con él si necesitan ayuda, lícita o
no. La actual dimensión abstracta del poder, su dimensión impersonal debería
asustar a todos.
+ Extracto del libro «Poder y dinero. La justicia social según Bergoglio». Michele Zanzucchi 2018